miércoles, 12 de febrero de 2014

Nicolás II, el zar incompetente.

Nicolás II

Nicolás II pasó a la historia como el zar incompetente y torpe que se cargó más de 300 años de historia de la monarquía rusa. Desde bien pequeño demostró tener un carácter tímido y más inclinado hacia la vida doméstica. Era muy buen estudiante, sabía hablar francés, alemán y su inglés estaba tan perfeccionado que podía pasar perfectamente por un nativo de Inglaterra. También se le daban bien las prácticas de tiro, hacía uso de varios deportes y bailaba de forma envidiable. Era, en un principio, todo lo que un zarévich debía ser, pero al heredero del trono le faltaba algo que, a mi modo de ver, adquiría mayor importancia que todo lo citado anteriormente: capacidad de liderazgo.

El talón de Aquiles de este hombre era su falta de personalidad y, lo que no es menos desdeñable, su inseguridad. Era una persona que gustaba de la vida familiar y  aborrecía  las arduas tareas de gobierno. Disfrutaba con la pompa de los largos y protocolarios desfiles del ejército, pero siempre desde la distancia. Todas estas características terminaban formando un cuadro de alguien no muy apto para gobernar, y si a esto le sumamos su falta de preparación en cuanto a este complicado arte se refiere, el tenebroso cóctel comienza ya a tomar tintes preocupantes.


Alejandro II, apodado "el libertador".
Muy poca gente tiene en cuenta que su abuelo, Alejandro II, estuvo a punto de cambiar la historia de Rusia para siempre. Este monarca era de carácter progresista, y como tal era partidario de crear un parlamento electo o, como mejor se le conoce, duma. De esta manera se aseguraba una mayor estabilidad en el país, donde las leyes y decisiones debían tomarse por medio del diálogo y el consenso y no a golpe de vara sin prever las consecuencias. Esto implicaba establecer una constitución y ceder la mayor parte de su poder al gobierno en cuestión, reservándose el derecho de actuar como árbitro en situaciones críticas o de emergencia. También disolvió el sistema de la servidumbre, lo que le haría ganar el sobrenombre de “Alejandro  el libertador”. Lamentablemente, y tras varios intentos fallidos, fue finalmente asesinado pocas semanas antes de que llevara a cabo su revolucionario plan de instaurar una monarquía constitucional.

A simple vista, todo esto puede sonar bastante extraño, ¿verdad?. Sobre todo si tenemos en cuenta que su hijo, Alejandro III, poseía una personalidad de lo más conservadora y tradicionalista. Tras su muerte, en lugar de seguir los progresistas pasos de su padre decidió volver al viejo sistema autocrático y detentar el poder absoluto que, según él creía, se lo había dado la gracia de dios. Obvió los irreversibles cambios que estaban comenzando a producirse en la sociedad (y que Alejandro II advirtió) y se obcecó en no perder unos derechos de naturaleza supuestamente divina. Ese fue, para desgracia de todo el pueblo ruso, un gran error.  

Nicolás II se crió bajo la sombra de estos ideales totalitaristas y, cuando Alejandro III murió por nefritis el 1 de noviembre de 1894, el joven zarévich se vio ante la obligación de detentar un cargo para el que no se sentía preparado. De hecho, él mismo confesó que no quería ser zar por su falta de preparación y carencia de formación en el ámbito político. Si hubiera tenido la opción de elegir estoy muy seguro que le habría cedido el trono a algún primo cercano con el fin de poder llevar una vida con menos preocupaciones. El que su padre fuera zar durante un periodo de tiempo tan corto fue una sorpresa para todos.

Al proclamarse finalmente zar de todas las Rusias, Nicolás II decidió simplemente seguir los mismos pasos de su padre creyendo, de este modo, que hacía bien. Hizo caso omiso a los incipientes movimientos revolucionarios que, cada vez con más frecuencia, tomaban las calles para quejarse de la falta de trabajo y alimentos. Cometió el mismo error que su progenitor, pero en esta ocasión fue él quien lo pagó con creces.

Las cuatro duquesas. María, Tatiana, Anastasia y Olga
Poco después de su coronación se casó con Alejandra Fiódorovna Románova, con la que tuvo posteriormente 5 hijos, cuatro de las cuales fueron mujeres. La belleza que poseían las hijas, en especial las dos mayores, Olga y Tatiana, encandiló a no pocos soldados. Tanto es así que muchos de ellos llevaban una fotografía suya con su firma cuando se iban a la guerra. Según ellos, para que le “dieran fuerza”.

A pesar de todo, los infortunios no tardaron en hacer su aparición. El primero de ellos fue el mismo día de su coronación, donde a causa del excesivo número de personas que se agolpaban para recibir la tradicional comida murieron más de 1.400 personas. Para acabar de rematar la cosa, el zar decidió seguir con la festividad como si no pasara nada, algo que el pueblo jamás le perdonó.

El popularmente llamado "Domingo Sangriento" fue otro duro golpe que terminó siendo uno de los clavos que cerraría su ataúd. El crudo suceso ocurrió durante una pacífica manifestación del pueblo obrero en 1905. En apariencia todo parecía normal, la gente se manifestaba sin crear grandes altercados y se reunieron frente a las puertas del palacio de invierno. No obstante, por orden expresa del ministro del interior Sviatopolk-Mirski dispararon a la enorme masa provocando un total de 92 muertos. Nuestro ignorante zar, cómo no, quedó horrorizado ante tal metedura de pata preguntándose porqué habían tomado esa radical decisión sin su consentimiento.

Ese mismo año fue aconsejado para que creara la famosa duma que su abuelo planeaba establecer antes de morir, pero como siempre lo hizo tarde y mal. La instauró en 1906 esperando que la situación del país se "relajara" ante esa señal de "diálogo". Luego, poco tiempo después la disolvió tras advertir que sus integrantes confabulaban para ponerle coto a su poder. Esto se repetiría hasta cuatro veces, y en todas ellas acabó anulándose.

Si a todos los problemas mencionados le sumamos la enorme inestabilidad que ocasionó el "monje" Rasputín, la catastrófica guerra contra Alemania y la ya pasada, pero no por ello menos punzante, mala experiencia que tuvieron con Japón, los ingredientes para un final horrendo estaban bien servidos. Lo único que se necesitaba para que estallara la revolución era una chispa, y las constantes batallas perdidas contra Alemania, en conjunto con las fatales intervenciones políticas de su esposa, se la proporcionaron.

Nicolás II, incapaz de controlar la situación, se vio obligado a abdicar y dejar que se estableciera el gobierno provisional de Kérenski. Mientras éste último logró mantenerse en el poder su vida transcurrió tranquilamente hallándose recluido con su familia en Tsárskoye Seló, pero cuando los bolcheviques sustituyeron a Kérenski se trasladaron a Tobolsk y las tornas cambiaron. El trato respetuoso que habían recibido hasta entonces se esfumó de un plumazo.

Finalmente, y tras varios meses encarcelados en la Casa Ipátiev, la noche del 17 de julio de 1918 fueron fusilados en el sótano haciéndolos bajar con la excusa de que se iban a trasladar. La razón que arguyeron fue que el ejército blanco les pisaba los talones y que no podían garantizar su seguridad. Lo del ejército blanco era cierto, aunque no lo del traslado. Por orden expresa del gobierno comunista murieron a balazos y bayonetazos.

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