lunes, 17 de marzo de 2014

Los brujos, una secta peculiar.


Ahora que me estoy leyendo la historia de la inquisición me topo muchas veces con sectas de lo más variopintas. Sectas que, mirándolo desde un contexto actual, casi parecen ser el fruto de una pesada broma de mal gusto, pero lo más preocupante es que la gente de la época se lo tomaba enserio. Por ello, la orgía de barbaridades estaba bien servida.

Entre los años 1503 y 1513 se descubrió en Lombardía una secta denominada “los brujos”. Algunos años después aparecieron en España en el lugar de Zugarramurdi, en el valle de Bastan, reino de Navarra. Los integrantes de esta nueva “creencia” se basaban en la adoración al diablo como señor y patrono. Celebraban sus asambleas en un prado llamado Berroscoberro, más conocido como el “Prado del Cabrón”, ya que se tenía la creencia de que el diablo se aparecía en forma de cabra humanoide y observaba cómo lo adoraban sentado en un majestuoso trono. Poseía tres cuernos; uno a cada lado y el tercero en el medio, con el que iluminaba el prado con su “poder”. La verdad es que me gustaría saber quién se inventó toda esta parafernalia puesto que en la realidad lo que adorarían sería una especie de muñeco o algo así. En fin, imaginación al poder.

Según la costumbre, los brujos se afanaban en ganar adeptos para que se unieran a su oscura forma de vida. Ésta, aunque suene a broma, consistía en hacer todo el mal posible al prójimo. Es decir, dar palizas sin razón aparente, robar, quemar casas, graneros, gastar bromas pesadas, etc. Lo contrario a lo que se supone que deben hacer los cristianos, vamos.

Los métodos para multiplicar el número de brujos variaban bastante, pero el más usual era el de llevar a los chicos mayores de seis años a las asambleas de los días en que había bailes con tamboril, gaita o flauta. De este modo los pobres inocentes se pensaban que aquello era una fiesta continua y que se lo iban a pasar pipa si se “unían al club”. Por lo general dejaban pasar un cierto tiempo prudencial para asegurarse de que no les delatarían, y cuando eso era así les invitaban a que se volvieran apóstatas y abrazaran su nueva fe.

El procedimiento de integración era cuanto menos asqueroso. Se untaba al futuro brujo con agua vomitada por un sapo. Para lograr esto el brujo le daba de comer y luego le azotaba con unas varillas sin cesar, hasta que el supuesto demonio residente en él decía: <<basta, ya está hinchado>>. Acto seguido, el torturador apretaba al sapo contra el suelo y era en ese momento cuando vomitaba una suerte de brebaje verdinegra y sucia, la cual usaría para untarse el cuerpo. A continuación, y según la leyenda, debía coger el sapo y volar con él.

La potestad de formar venenos no estaba al alcance de todos, sino de unos pocos selectos. Los “afortunados” iban por supuesto mandato del demonio a buscar los materiales, que eran sapos, culebras, lagartos, lagartijas, caracoles y otros insectos y ciertas plantas que se les designaba. Lo que hacían después resulta ser, digamos, rallante en lo vomitivo. Lo presentaban todo y, sólo cuando el demonio echaba su bendición, los brujos desollaban los sapos y demás animales e insectos con los dientes (escena de lo más dantesca). Luego lo mezclaban todo en una olla y ya podéis imaginaros el resto.

La sarta de barbaridades, por desgracia, no se detiene ahí. De las supersticiones que decían agradar  al demonio se encontraba el de comer huesos pequeños sacados de sepulturas cristianas por odio al cristianismo. Los cocían con agua, mezclados con varios sapos muertos y otros bichos e iba todo para adentro. A su vez, si luego de tal indigestión mostraban aún la osadía de hacer mal y fustigar a la gente del pueblo se ganaban los favores del diablo. Pasaban a ser su mano derecha, vamos.

El principal problema de esta secta era que un familiar tuyo podía formar parte de ella sin saberlo el propio marido. No se tenía la obligación de confesar abiertamente su nueva “fe”, así que podían mentir durante un tiempo indefinido. Los niños pequeños que hubieran raptado para lavarles el cerebro también tendían a esconder su condición, y esto hizo que la iglesia tuviera ciertas dificultades para terminar inmediatamente con tal locura (aunque la suya no fuera mucho menor). Además, y por si fuera poco, se castigaba a los “rebeldes” que se resistían a seguir siendo brujos con torturas físicas, así como cuando no hacían tanto mal como debían, que también se penalizaba.

La locura de las personas que se autodenominaban brujos llegó hasta tal extremo que, creyendo que el demonio les hablaba, mataban en muchas ocasiones a sus propios hijos con tal de contentarle. Ellas lo veían como un acto supremo de maldad que les garantizaría una posición privilegiada junto con su "señor", de modo que no dudaban en cometer tal barbarie.

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