martes, 9 de diciembre de 2014

El radithor y la mortal superchería

Imagen: Cosmin Stroe -DP-
El "radithor" es el ejemplo más cruel de hasta qué punto puede resultar mortal la charlatanería y superchería.  Para todos aquellos que se traguen sin masticar cada uno de los productos "milagrosos" que se anuncian a bombo y platillo puede ser un horrendo aviso. Ni qué decir de esos anuncios engañosos que se disfrazan de ciencia con el fin de obtener mayor fiabilidad y confianza en el consumidor. Evidentemente, que hoy en día se dé un caso tan flagrante es algo difícil, pero no os engañéis: siempre habrá algún listillo esperando que caigáis en su red -y no solo a base de supuestas medicinas-.

A principios del siglo XX todo lo que tuviera que ver con la radiación sonaba a futuro y progreso. Se le atribuían cientos de dones curativos y milagrosos y era lo que podríamos llamar el trending topic de la época. Todo era posible con la radiación, más si tenemos en cuenta que estamos hablando de "algo" que no se ve. La gente, acostumbrada a hacer acto de fe, se creyó a pies juntillas la fábula sin molestarse en comprobar su veracidad -cuánto daño ha hecho la religión...-. Así, William J.A. Bailey, un desertor de la universidad de Harvard que no era doctor en medicina ni nada que se le pareciese, vio la oportunidad para hacerse de oro: vender agua radiactiva como medicina.

El producto, agua destilada con una pequeña dosis de radio, se empezó a vender entre 1920 y 1930. El dinero corrió a raudales, la gente era feliz y se le atribuía el mayor descubrimiento del siglo. Todo iba a pedir de boca hasta que, en 1932, murió Eben M. Byers, un conocido magnate estadounidense, envenenado por radio. Huelga decir que su muerte fue horrible.

En este punto ya habían comenzado a circular pastas de dientes, supositorios, chocolate, pisapapeles y hasta hebillas de cinturón radiactivas. La fiebre por la radiactividad había alcanzado cuotas elevadísimas a principios de los años 30, así que imaginaos la sorpresa que se llevaría toda esa gente al descubrir que el radio, ese elemento que relumbra con un verde traslúcido, era en realidad un veneno mortal. El pánico estaría bien servido.

Moraleja: Evita a los gurús, magufos y a cualquier charlatán pseudocientífico. El resultado puede ser desastroso.

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