martes, 23 de septiembre de 2014

Luis XVI, el último rey de Francia


Cuando hablamos de Luis XVI es casi imposible no compararlo con Nicolás II, el último zar de la antigua Rusia. A ambos monarcas les tocó reinar en tiempos convulsos y tanto uno como el otro dijeron sin remilgos que se sentían incapacitados para llevar las riendas del país. No me cabe ninguna duda de que habrían preferido portar el título de príncipe o de zarévich durante toda su vida, pero cuando les llegó el momento de heredar el trono una pregunta les tuvo martillear con  machacona insistencia: ¿Y ahora qué?

Luis XVI se casó con María Antonieta de Austria cuando apenas alcanzaba los 15 años. Era por entonces un chico tímido y regordete totalmente carente de las características que debe poseer un buen soberano. Le resultaba muy difícil tomar decisiones y siempre se le podía hacer cambiar de opinión en el último momento, algo que denota una falta de seguridad y de carácter no muy adecuados para portar la corona. Su amante, la madame du Barry, le describía como un chico gordo y maleducado, alguien que no destacaba en nada y cuyo mayor logro fue ser el nieto del rey Luis XV. Básicamente, podríamos decir que era poca cosa.

En esto se gastaba María Antonieta
 el dinero público - peinado del
barco que derrotó a los ingleses
 cuando Francia apoyó
a las 13 colonias-.

El esperado matrimonio, que formaba por primera vez en la historia una alianza de Francia con Austria, terminó sumergido en numerosas polémicas. Por un lado, tenemos a un rey que prefería hacer de cerrajero y forjador de llaves a atender otra de sus tantas obligaciones: proporcionar a la corona un heredero. Debido a esto, María Antonieta comenzó a ser la comidilla de la corte y las murmuraciones no tardaron en aparecer. Tales rumores, mezclados con el hecho de que gastaba enormes cantidades de dinero público en caprichos, dejó a Luis XVI en una situación bastante precaria ante la clase noble y su ciudadanía.

Cuando el rey Luis XV falleció a causa de la viruela, él mismo dijo que no sabía qué hacer y que se sentía como si le hubiera caído el mundo encima. Así, con un reino en crisis, Luis XVI era el peor hombre para estar al mando. El rey de 20 años, acongojado y superado por las circunstancias, rezó: <<Protege, señor, a aquellos que reinan demasiado jóvenes>>. Mientras, a 19 kilómetros, en París, los ciudadanos empezaron a preguntarse por qué la clase noble y el clero contaban con tantos privilegios y no pagaban casi impuestos. Surgió así, sin preverlo, la era de las ideas y la ilustración. Una era que terminaría en tragedia para la familia real.                                                                     
La pasión por esta literatura se dio en un principio entre las clases altas. Grandes aristócratas comenzaron a reunirse discutiendo sobre las nuevas ideas que iban bañando poco a poco todo el país. Unos se posicionaban más a favor que otros, pero la cosa fue poniéndose peligrosa cuando hasta los estratos más bajos de la sociedad se hicieron eco de esos valores. Fue entonces cuando el estilo de vida del rey, la corte y la nobleza se tambaleó de un modo que jamás se había visto hasta la fecha. Luis XVI, a pesar de darse cuenta del ambiente enrarecido, no hizo grandes esfuerzos por tranquilizar a la población.

Lejos de intentar paliar la crisis, Luis XVI se dedicó a gastarse más de dos mil millones de libras enviando a sus tropas a América para ayudarlos en su proceso de independencia. Tal inversión marcó el inicio de un colapso económico en Francia porque se vio obligado a endeudarse hasta límites insospechados. Si a esta difícil situación le sumamos las ansias que tenía su esposa por vaciar las arcas del estado es fácil ver que los revolucionarios lo tuvieron bastante fácil. El rey les hizo todo el trabajo.

Cuando la situación en el campo se vio afectada por la crisis, la opinión de la gente sobre la monarquía empeoró. La enorme inflación, que aumentó el precio de la harina, y las constantes malas cosechas produjeron un efecto dominó en la economía francesa. Los ciudadanos, arruinados, empobrecidos y sin poder comprar una sola hogaza de pan (porque valía el salario de todo un mes), ponían sus ojos en dirección al palacio de Versalles con creciente rencor. Su pregunta era obvia: ¿De qué les servía tener a un rey que no era capaz de dar de comer a su pueblo?

Maximilien Robespierre, un abogado que se hizo famoso por sus ideas contrarias a la monarquía, comenzó a exigir junto a sus compañeros que el clero y la nobleza pagasen sus impuestos. Ante tales exigencias, Luis XVI les cerró las puertas un 20 de junio quitándoles la voz y el voto. ¿Consecuencia? Los diputados se reunieron en "la sala de la pelota" e inauguraron una nueva asamblea nacional. Su objetivo era claro: conseguir una nueva constitución en la que el rey no tenía cabida.


A partir de aquí la revolución se volvió casi imparable. Podrían haber salido muchas cosas al revés de como ocurrieron, pero con un rey indeciso que daba palos de ciego y una ciudadanía enardecida que buscaba literalmente aniquilarlo la suerte ya estaba echada. Cuando ordenó a 30.000 soldados tomar posiciones en las afueras de París, los revolucionarios asaltaron las armerías haciéndose con casi 30.000 mosquetes. Ya solo les quedaba la pólvora, y sabían muy bien dónde conseguirla: en "la Bastilla", un enorme castillo de piedra que hacía las veces de prisión. Lo destruyeron hasta sus cimientos, mataron a todos los guardias y clavaron sus cabezas en lanzas.

La sonada victoria del pueblo en "la Bastilla" dio a los diputados el empuje necesario para escribir una nueva constitución denominada "la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano". Luis XVI se vio obligado a compartir su poder con el pueblo y pudo apreciar cómo su capacidad de decisión iba disminuyendo gradualmente. Por ello, intentó solucionar el problema con un plan que terminaría siendo su tumba: huir del país y buscar ayuda militar extranjera.

Lejos de viajar en bajo perfil para pasar desapercibido, el hasta ahora rey francés se dio a la fuga con toda la pompa de la que fue capaz. Eligió uno de sus lujosos carruajes, dos carros más que portaran sus pertenencias y varios escoltas "por si las moscas". A estas alturas todos sabemos que Luis XVI no era la inteligencia personificada, pero mira que hay que ser corto para llegar a hacer algo así. Como era de esperar, los pillaron a pocos kilómetros de la frontera con los Países Bajos austríacos y los llevaron presos de vuelta a París.

Robespierre no desaprovechó la oportunidad que le brindó el ex-rey. Según él, mantenerlo vivo resultaba un peligro para la recién nacida república (tras su fuga le derogaron el título), así que la solución era simple: debía morir. Tal oscuro pensamiento, no compartido por los girondinos, se reflejó mayoritariamente en la votación celebrada en la asamblea. De este modo, el 21 de enero de 1793, el último rey de Francia murió guillotinado ante una muchedumbre triunfante. 

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