jueves, 23 de enero de 2014

Rasputín, la influencia del monje loco


Muchos ven a Grigori Rasputín como uno de los principales responsables de la caída del imperio zarista, y no es para menos. La influencia que poseía sobre la zarina Alexandra era, para muchos, un lastre que la monarquía rusa tuvo que soportar durante varios años creando inestabilidad, descontento, confabulaciones y polémica. Sin embargo, ¿quién era este hombre que se las daba de místico y curandero?.

Grigori Lefímovich Rasputín nació un 10 de enero de 1869 en Pokróvskoye, un pueblo ubicado en el óblast de Tiumen, aldea de peregrinación. Se lo llegó a conocer popularmente como “el monje loco”, y en su lugar de origen pretendía darse una apariencia de Jesucristo teniendo fama como sanador mediante el rezo. Gracias a esto, en 1905 llegó hasta el palacio de los zares por medio de una recomendación de Anna Výrubova, amiga personal de la zarina. La razón por la que se le concedió el “honor” de visitar a los monarcas fue bien simple: su hijo Alexei padecía de hemofilia y la medicina de entonces no podía hacer gran cosa. Alexandra, madre que sobreprotegía a su hijo a causa de la enfermedad, sufría mucho cuando éste se abría una herida y era imposible que dejara de sangrar. Su sangre no coagulaba, de modo que cualquier tropiezo podría llegar a ser mortal. La desesperación de ver que el heredero a la corona rusa tuviera una salud tan delicada y el saber que su esperanza de vida no era muy larga le añadía un estrés que la dejaba muchas veces en estado depresivo, así que, como último cartucho de esperanza, lo mandó llamar esperando lo imposible.
Rasputín con sus admiradoras en 1914

Para sorpresa de todos, Rasputín terminó siendo el único que conseguía que el zarévich se sobrepusiera de sus ocasionales recaídas. Lo lograba sólo con palabras, susurrándole al oído, hablando en voz alta y con la osca ceremonia que lo caracterizaba. Los médicos creían que utilizaba la hipnosis como remedio, pero lo cierto es que hasta el día de hoy todavía se desconoce el modo en que “sanaba”. Realmente es un misterio inquietante que sigue fascinando a muchos.

El peculiar monje se granjeó una inestimable reputación en una buena parte de la aristocracia rusa. El carisma personal que poseía, sus dotes nada desdeñables como orador y la manera misteriosa y poco clara que tenía al hablar le confirieron un halo casi sobrenatural entre la corte. Tanto es así que la propia zarina le pedía consejo incluso para diversas decisiones de estado.

Sin embargo, también tenía detractores. El problema de Rasputín es que profesaba una religión repudiada por la Iglesia Ortodoxa Rusa conocida como “flagelantes”, la cual consistía básicamente en la creencia de que el dolor físico fortalecía la fe. En las reuniones de esta secta se organizaban fiestas y orgías constantes y Grigori se volvió un acérrimo integrante. Por ello, no era nada raro verlo merodear por las calles con prostitutas o tonteando con varias mujeres aristocráticas. Sus increíbles borracheras también eran bien conocidas, y todo esto provocó en más de una ocasión varios altercados y problemas que puso en entredicho tanto la imagen como la moralidad de los zares. La zarina, en cambio, lo defendía a capa y espada argumentando que era un santo y que todo eran rumores malintencionados.

El poder que llegó a tener el susodicho “monje” fue tal que cada decisión tomada por el zar Nicolás II era supervisada por él. Si no le parecía bien, el propio zar, manipulado por la esposa que, a su vez, era manipulada por Rasputín, cambiaba su veredicto hacia otro para que diera el visto bueno. Obviamente, el gobierno y la corte se dio cuenta de esto y empezaron a urdir un plan para terminar de una vez por todas con ese condenado hombre que, de una forma que nadie comprendía, había llegado a poseer tanta influencia sobre los monarcas. Corrían rumores que decían que se trataba de un espía alemán.

Primero, el primer ministro Alexander Trépov le ofreció doscientos mil rublos para que regresase a Siberia, pero Rasputín, que se encontraba en su salsa viviendo a cuerpo de rey no estaba dispuesto a renunciar a todo eso y largarse sin más, así que se negó. Finalmente, y viendo que por las buenas no se iban a librar de él, decidieron asesinarlo.

La primera tentativa de asesinato la llevó a cabo el exministro del interior Alexéi Jvotov, pero el que realmente lo consiguió fue el príncipe Félix Yusúpov, que fue ayudado por un líder derechista de la Duma, Vladimir Purishkévich, y dos grandes duques, Dimitri Pávlovich y Nicolás Mijáilovich.

Todos ellos planearon atraer al monje al palacio de Yusúpov bajo el pretexto de que se reuniría con la esposa de éste, la gran duquesa Irina Alexándrovna. Rasputín, pese a todo, ya se olía algo y fue además advertido de que se trataba de una trampa, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender decidió ir de todos modos. Una vez allí, se lo invitó a comer unos pasteles que estaban envenenados con cianuro. Grigori se hartó de comer, y al ver sus “anfitriones” que no le pasaba nada se reunieron en un aparte completamente contrariados por la ineficacia del veneno. Finalmente, resolvieron el problema tras matarlo de un tiro y arrojar su cuerpo al río Nevá, donde fue encontrado días después.

El caso de Grigori Rasputín es el ejemplo de cómo un poco de carisma, mezclado con una personalidad atrayente y ciertos dotes de oratoria pueden hacer verdaderos milagros. Pasará a la historia como el osco campesino que, por un tiempo, fue casi o tan importante como el propio Nicolás II. Algo que, sin duda, da que reflexionar.



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